Yo soy la luz del mundo

Era el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, Jerusalén resplandecía, como cada año por estas fiestas.

REFLEXIONES

Rosalía Moros de Borregales

4/25/20254 min read

La ciudad santa se llenaba de peregrinos que venían de todas partes para recordar cómo Dios había guiado a Israel por el desierto, habitando en tiendas, en medio de las limitaciones, bajo el amparo del Cielo.

En el atrio del templo, grandes candelabros de oro, de más de 20 metros de altura, habían sido encendidos. Cada noche, durante esa fiesta, la luz de esos candelabros iluminaba las calles, las casas, los corazones. Se decía que ninguna casa en Jerusalén quedaba en tinieblas durante esta celebración. Era la luz de la memoria que les traía el recuerdo de aquella columna de fuego que había acompañado a sus antepasados a través de su travesía por el desierto, guiándolos, protegiéndolos, calentándolos en las noches frías.


En ese mismo lugar, Jesús se encontraba enseñando. Él solía ir al templo, no solo como Maestro, sino como Hijo obediente, para honrar las Escrituras, para hablar del Reino, para revelar verdades ocultas. La multitud se agolpaba. Algunos venían por curiosidad, otros porque sus almas hambrientas estaban en la búsqueda de Dios. Los fariseos, ocupando los primeros lugares, como siempre, le observaban de cerca.


Y fue allí, rodeado de aquella luz de los candelabros, bajo el resplandor de sus destellos, que Jesús se levantó y, mirando a todos, pronunció palabras que encendieron algo mucho más grande: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)


Un silencio profundo se hizo en el templo. Él no hablaba de la luz que venía del oro o del ritual… Él hablaba de sí mismo.

La luz que transforma el alma

Jesús se revelaba como la luz verdadera, no aquella que solo alumbraba las calles durante unos días de fiesta, no la que dependía del aceite o del oro, sino la luz que ilumina el alma para siempre. Su luz no conoce ocaso; no se apaga con la noche, ni con la duda, ni con el fracaso humano. Él es la luz que alumbra el corazón; la que revela el propósito. Es la luz que guía al extraviado. “El que me sigue, no andará en tinieblas…” (Juan 8:12) No tropezará en la confusión del mundo. No vivirá bajo el velo de la culpa, ni la ceguera del orgullo. Tendrá la luz de la vida: dirección, sentido, libertad y salvación. La luz de Jesús expone lo que está en la oscuridad, pero nunca para traer vergüenza, sino para iluminarlo.

La luz que redime lo que antes era oscuridad


La luz de Cristo no sólo revela el pecado, también ofrece el camino de vuelta al Padre. “Mas todas las cosas, cuando son puestas en evidencia por la luz, son hechas manifiestas; porque la luz es lo que manifiesta todo. Por lo cual dice: Despiértate, tú que duermes, Y levántate de los muertos, Y te alumbrará Cristo”. (Efesios 5:13-14). La luz no condena al que quiere volver, sino que abraza al que se deja iluminar. Cuando traemos a la luz nuestras sombras, cuando confesamos, nos rendimos, exponemos lo oculto, la luz transforma lo que antes era tinieblas.“Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. (I Juan 1:7).

La luz que vence la oscuridad

“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz” … (Juan 3:19) Jesús no obliga, pero invita. Su luz nos llama a salir de la penumbra del orgullo, de la trampa del pecado oculto, de la esclavitud de vivir en lo secreto, para entrar en la libertad de los hijos de la luz. Su luz no solo alumbra, su luz redime. Cuando algo oscuro es traído a su presencia, deja de ser tinieblas, porque su luz lo transforma. “Todo aquel que obra mal, aborrece la luz. Mas el que practica la verdad, viene a la luz para que se haga manifiesto que sus obras son hechas en Dios.” (Juan 3:20–21). 

Ven a la luz que no condena, sino que restaura

Hoy, Jesús sigue siendo la luz del mundo, y sigue llamando a todo aquel que camina en sombras, a todo corazón cansado de tropezar en la oscuridad, a toda alma que anhela dirección, consuelo y verdad. No necesitas ocultarte más. No necesitas cargar lo que su luz puede sanar. Ven a la luz que no quema, sino que purifica. A la luz que no humilla, sino que levanta. A la luz que no expone para avergonzar, sino para redimir y dar vida. Él no solo quiere alumbrar tu camino, quiere habitar en tu corazón. 

Oración:

Señor Jesús, Tú eres la luz que disipa toda sombra. Hoy te entrego lo que he guardado en tinieblas, lo que me pesa, lo que me asusta, lo que me avergüenza. Alúmbrame con tu verdad, límpiame con tu gracia, y lléname con la luz de la vida. Que ya no camine más a tientas, sino guiada por Ti. Amén.

Rosalía Moros de Borregales.
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